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Imagina una escena en la penumbra. Dos personas hablan, pero lo que más te inquieta no es lo que dicen, sino lo que evitan mirar. En el cine, ese efecto tiene una potencia particular. Basta pensar en Sátántangó (1994), de Béla Tarr: más de siete horas donde casi no pasa “nada”, pero donde cada silencio, cada plano fijo y cada respiración capturada sin prisa dicen más que cualquier argumento. El tiempo se vuelve un lenguaje; la pausa, una declaración.
En comunicación ocurre algo parecido. Muchas veces, lo que más pesa no es lo que escribimos, sino lo que dejamos fuera. Hay un relato visible —el que creemos que estamos contando— y otro que se teje entre líneas, en los márgenes, en el orden de las cosas. Ese segundo relato, casi siempre involuntario, también comunica.
Toda comunicación es explícita y, al mismo tiempo, subterránea. No existe texto sin omisiones, sin elecciones invisibles, sin marcos que orientan la lectura. A eso podemos llamarle narrativas de segundo orden: el nivel donde se deciden silencios, ausencias, jerarquías.
No es una teoría nueva. Es una forma de mirar:
– ¿Qué voces fueron nombradas y cuáles quedaron en la sombra?
– ¿Qué detalles se enuncian primero, como si fueran “lo más importante”?
– ¿Qué imágenes construyen la emoción o el sesgo de una historia?
Lo no dicho no es un vacío: es un mensaje en negativo. Es una narrativa que opera sin declaraciones, pero con efectos reales.
El filósofo francés Michel Foucault (1926–1984) lo insinuó con claridad en La arqueología del saber (1969): todo discurso está delimitado por lo que es posible decir en cierto momento histórico. No solo importan los discursos visibles, sino también las condiciones de lo decible: aquello que se puede enunciar en un momento histórico y lo que se censura o margina. El silencio no es vacío: es una forma de poder.
Cuando una institución “omite” ciertas voces —comunidades, territorios, sensibilidades— no está siendo neutral: está trazando fronteras y configurando el campo de lo que puede pensarse y decirse. Está definiendo qué cuenta como legítimo. Los silencios no son accidentes; son piezas del mismo sistema que organiza lo visible.
Para pensar en narrativas de segundo orden desde nuestro continente, vale mirar el cine de Lucrecia Martel, directora argentina conocida por su manejo casi quirúrgico del “fuera de campo”.
En La ciénaga (2001), por ejemplo, lo que no aparece en pantalla pesa tanto como lo que vemos. Se escuchan ruidos de platos, murmullos, gotas de lluvia que nunca vemos caer. La tensión está en el margen, en lo omitido, en lo que intuimos pero no se muestra.
Martel trabaja el silencio como si fuera un protagonista. Y ese gesto resuena en nuestra región: en sociedades donde el poder muchas veces opera desde lo que se calla, su cine nos enseña a mirar lo que queda fuera del encuadre. Porque también aquí, en el día a día, lo omitido cuenta una historia.
En 2025, la conversación sobre narrativas de segundo orden atraviesa distintos campos, estando presentes en todos los ámbitos donde se comunica para influir, explicar o seducir.
En cobertura ambiental, por ejemplo, los grandes medios suelen mostrar cifras —hectáreas quemadas, niveles de emisiones— pero dejan fuera las historias de defensoras ambientales, la vida cotidiana en riesgo, los cuerpos que resisten. La estadística desplaza a las personas.
En políticas públicas, abundan reportes que celebran logros macro (“la campaña llegó al 90% del país”), mientras silencian desigualdades territoriales o barreras de acceso que condicionan la experiencia real de las comunidades.
En la cultura, festivales que hablan de diversidad programan catálogos casi idénticos cada año. Las ausencias dicen mucho más que los discursos de apertura. Lo que no se muestra, finalmente, también configura el imaginario.
Los silencios construyen mundos. En un museo, la narrativa se arma tanto con lo que se exhibe como con lo que queda en bodega. En un paper, excluir testimonios “subjetivos” ya es tomar partido por cierto tipo de conocimiento. Lo omitido no es un accidente editorial: es una forma de autoría.
Y en la vida cotidiana pasa lo mismo. Una pausa en una conversación puede ser un abismo. Una frase no pronunciada puede reorganizar una relación. El silencio no es neutral; es un gesto lleno de intención, de riesgo, de sentido.
En comunicación —especialmente cuando trabajamos con conocimiento, investigación o territorios— ignorar ese nivel es perder la mitad del relato.
Mirar las narrativas de segundo orden es, sobre todo, practicar una sensibilidad. No se trata de elaborar listas, sino de afinar la percepción. Algunas preguntas pueden acompañar el proceso:
– ¿Qué estoy dejando fuera y por qué?
– ¿El orden en que presento las ideas refleja mis prioridades… o mis sesgos?
– ¿Qué voces podrían entrar si amplío el marco?
– ¿Cómo suenan mis silencios? ¿A quién favorecen?
– ¿El diseño, la estética, el ritmo refuerzan o contradicen mi intención?
La segunda capa del relato no es un adorno; es la arquitectura que sostiene todo lo demás.
Comunicar no es solo decir: es decidir qué mostrar, qué callar y en qué orden organizar la luz y la sombra. Las narrativas de segundo orden nos recuerdan que toda comunicación es una coreografía entre lo visible y lo invisible.
A veces, para entender realmente un mensaje, basta con mirar un poco más allá del contenido y escuchar el murmullo de lo que no aparece. Allí, en ese espacio silencioso, se juega la ética, la estética y la honestidad de toda narración.
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